¿Una nueva esperanza para México?

¿Una nueva esperanza para México?

Andrés Manuel López Obrador no es el demagogo que imaginan sus adversarios. Si se convierte en el próximo presidente de México, la pregunta más relevante es: ¿podrá llevar a cabo los cambios que el país requiere?

Andrés Manuel López Obrador (centro) en 2008 (Eneas de Troya / Flickr)

Traducción de Manuel A. Bautista González. Read this article in English.

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Algunos dicen que es una figura tipo Hugo Chávez: un demagogo que podría convertir a México en otra Venezuela. Otros lo ven como el Jeremy Corbyn mexicano: un político de principios que tiene la oportunidad de derrotar a las cúpulas políticas establecidas. Aún más, otros lo comparan con Lenin porque ha creado un partido político disciplinado en donde su liderazgo es incuestionable. También podría ser como Lula —temido por el capital cuando resultó electo en Brasil, pero propenso a negociar con él ya en el poder. Muchos lo equiparan con Donald Trump debido a su retórica socialmente polarizante, mientras que otros atribuyen su éxito a una reacción en contra del discurso racista de Trump sobre la criminalidad de los mexicanos. En cualquier caso, lo cierto es que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es el puntero en las encuestas para la elección presidencial de julio de este año.

Estas caracterizaciones diversas e incluso opuestas delatan tanto las ansiedades de sus autores como las ambigüedades que AMLO mismo ha cultivado en sus muchos años en la política. Con todo, las comparaciones con líderes extranjeros son engañosas y frecuentemente superficiales, pues se concentran excesivamente en su personalidad y descuidan las condiciones políticas que han hecho de AMLO un candidato viable y que, de ganar, definirían su administración. Desde fines de febrero pasado AMLO ha sido el favorito y claro contendiente a convertirse en el próximo presidente de México. Pero la coalición que ha armado tal vez no constituya una mayoría sólida, y el entorno político de su acceso al poder puede hacer que las transformaciones profundas que la gente espera o teme de él sean difíciles de llevar a cabo.


El escenario electoral del 2018 es complejo y fragmentado. México carga con las tensiones y decepciones de una democratización relativamente reciente. La mayor parte del siglo XX fue gobernado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), un partido hegemónico que combinaba la flexibilidad ideológica con una poderosa maquinaria política. Al estar prohibida la reelección presidencial, cada seis años el presidente escogía a su sucesor dentro del mismo partido. El liderazgo cambiaba regularmente, al tiempo que el partido usaba la movilización electoral, las relaciones clientelares y algunas veces el fraude y hasta la violencia para retener el control del Congreso, las gubernaturas, las legislaturas locales, las alcaldías, así como de los sindicatos, las burocracias gubernamentales y de la mayor parte de la prensa.

Los partidos de oposición podían organizarse pero no gobernar; algunos incluso obtenían subsidios del PRI y fungían como partidos “satélite” del oficialismo. El partido de oposición más importante fue el Partido Acción Nacional (PAN), un partido de centro-derecha fundado en 1939 que aglutinaba a católicos, conservadores y a profesionistas de clase media, y que se volvió particularmente fuerte en las ciudades y en los estados más industrializados del centro y el norte del país. Pero antes de la década de 1990, el PAN —y cualquier otra oposición genuina— estaba excluido del ejercicio del poder a nivel nacional.

Ideológicamente, el PRI contenía numerosas corrientes. Su ala izquierda se inspiraba en la tradición “nacional-revolucionaria” de Lázaro Cárdenas, presidente de 1934 a 1940. Cárdenas nacionalizó la industria petrolera, redistribuyó tierras, promovió la educación secular y socialista y dio la bienvenida a radicales exiliados de todo el mundo, incluyendo a miles de republicanos que escaparon de la dictadura de Francisco Franco al fin de la guerra civil española. Cárdenas también consolidó buena parte de la estructura corporativista del partido de la revolución, misma que perduraría por décadas, mediante la organización de sectores de trabajadores, campesinos, y de profesionistas representados (y manejados) dentro del partido. Cárdenas entendía que esta forma de corporativismo era democrática, ya que incluía a la gente de a pie y le daba un lugar en el partido, aunque manteniendo el régimen de partido casi único. Incluso durante periodos de predominio más conservador en el PRI, el ala “nacional-revolucionaria” retuvo su importancia, promoviendo a candidatos de izquierda en las elecciones locales o regionales y conteniendo a la oposición política dentro de los confines del PRI.

Por un tiempo, AMLO fue parte de esa ala. Nacido en 1953 en un pequeño pueblo en Tabasco, AMLO se formó políticamente en las décadas de 1960 y 1970. Se unió al PRI a mediados de los años 70, apoyando la campaña senatorial de su amigo, el poeta católico socialista Carlos Pellicer. AMLO ha dicho que se siente fuertemente identificado con Lázaro Cárdenas y con Benito Juárez, el presidente liberal del siglo XIX de ascendencia indígena que AMLO asocia con una manera de gobernar responsable, nacionalista, popular, y con espíritu de servicio público. Entre las figuras de su propio tiempo, AMLO describe a Salvador Allende, el presidente socialista de Chile depuesto en un golpe de estado en 1973, como el extranjero que más admira: “un humanista, un hombre bueno, víctima de canallas.”

En 1982, AMLO se hizo cargo de la campaña a la gubernatura de un candidato progresista del PRI, prometiendo “democracia y justicia social” y trabajando para renovar las organizaciones participativas de estilo cardenista y emanciparlas del control de los jefes del partido. Su candidato ganó, pero el partido repujó. AMLO renunció al gobierno. “Habíamos intentado democratizar al PRI con un gobernante progresista y no se había podido,” escribió. “Desde entonces, llegué a la conclusión de que el PRI no tenía remedio.” Sólo a través de la competencia entre partidos políticos podría democratizarse México.

Ese mismo año, una crisis de deuda externa sin precedentes, seguida de la devaluación del peso y de una masiva fuga de capitales, llevaron al gobierno a nacionalizar los bancos y a imponer controles sobre el tipo de cambio. Esta situación quebró la relación entre el PRI y la hasta entonces despolitizada comunidad empresarial, que empezó a gravitar hacia la oposición de centro-derecha, el PAN. Más aún, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional recomendaron políticas de ajuste estructural para lidiar con la crisis, y las reformas que se hicieron en consecuencia minaron las relaciones del PRI con los sindicatos y las organizaciones de campesinos que constituían su base popular. La elaborada estructura que sostenía la hegemonía priísta se volvió inestable.

En retrospectiva, es posible apreciar otros signos de democratización en el México de los años ochenta. La negligente respuesta oficial al terremoto de 1985 en la Ciudad de México le quitó legitimidad al régimen, y la movilización civil a la que dio pie impulsó la transformación de la ciudad en un centro de oposición de izquierda. En 1986 el PRI llevó a cabo lo que entonces se denominó un “fraude patriótico” para mantener el control de la gubernatura del estado de Chihuahua, lo que llevó a las oposiciones a formar una coalición de izquierda y derecha en un intento (infructuoso) de defender la integridad de las elecciones. En 1988, Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas, lanzó un serio desafío al PRI desde la izquierda. Con todo, el PRI mantuvo la presidencia en una elección llena de irregularidades. Muchos creen que Cárdenas fue el ganador legítimo. El siguiente año, la coalición que apoyó su candidatura formó el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que unió a varias corrientes de la izquierda mexicana y a una escisión del ala “nacional-revolucionaria” del priismo.

AMLO se afilió inmediatamente al PRD y se convirtió en líder del partido en su estado natal. El partido lo postuló para gobernador en 1994 (ya había sido candidato en 1988, con el apoyo de una coalición de pequeños partidos de izquierda). Dado que el PRI usó sus organizaciones corporativistas para influir en la sociedad civil, la creación de un contrapeso político requería la creación de difusión alternativos, organizaciones de campesinos paralelas, y de beneficios similares para los participantes. AMLO no podía ganar la elección —menos aún debido al fraude— pero estaba construyendo un partido y una reputación. Después de una protesta, una fotografía suya con rastros de sangre apareció en la portada de Proceso, la revista contestataria más importante de México. En 1992 y 1995 encabezó sendos “éxodos por la democracia” a la ciudad de México, recorriendo más de 960 km para protestar contra el fraude electoral en Tabasco. En 1996, finalmente, se convirtió en el líder nacional del PRD, puesto que ocupó hasta 1999.

Su liderazgo fue bastante exitoso. Entre 1990 y 1996, sucesivas reformas electorales crearon una autoridad autónoma, el Instituto Federal Electoral, que garantizó elecciones más libres y justas. Como resultado, en 1997 ocurrieron dos alternancias importantes. Por primera vez en la historia el PRI perdió su mayoría en el Congreso; el PRD aumentó al doble su representación en el Senado, y consiguió un crecimiento casi igual de significativo en la Cámara de Diputados. Además, el puesto de jefe de gobierno de la Ciudad de México fue sometido a votación, en vez de ser nombrado directamente por el presidente, y Cuauhtémoc Cárdenas resultó electo.


En el año 2000, el PRI finalmente perdió la presidencia, pero esa derrota no se la infligió la izquierda sino el candidato del PAN: un ex-empresario de centro-derecha, Vicente Fox, quien hizo campaña con un modesto programa más o menos conservador que consistía, básicamente, en derrotar al PRI al tiempo que se mantenía la ortodoxia económica neoliberal. A pesar de su fracaso en la elección presidencial, el PRI mantuvo el control de numerosos centros de poder regionales, legislativos y burocráticos, y el gobierno de Fox fue percibido por la ciudadanía como un gobierno errático, improvisado, y sin objetivos, en parte debido a que la resistencia de múltiples grupos de interés frenó el cambio, y en parte porque Fox mismo privilegió la estabilidad por encima de la transformación. Como el politólogo Gibrán Ramírez nos dijo en una entrevista, la democratización se limitó a la imposición de un nuevo conjunto de reglas políticas; fue fundamentalmente una cuestión de procedimiento, lo cual produjo que “para poder tener una bandera democrática hubo que vaciar la democracia de contenido.”

Los simpatizantes de AMLO lo creen capaz de regenerar la promesa igualitaria de la democracia. Aunque originario de Tabasco, a cientos de kilómetros de la Ciudad de México, AMLO fue jefe de gobierno de la capital de 2000 a 2005, y su periodo como alcalde le trajo considerable reconocimiento. AMLO prometió un gobierno honesto y buscó encarnar ese ideal, viviendo en una casa pequeña en un barrio de clase media y conduciendo un Nissan Tsuru austero (por entonces el auto más común en México, especialmente preferido por choferes de taxi). AMLO daba conferencias de prensa muy temprano por la mañana todos los días, trabajaba hasta dieciocho horas, y mantuvo foco y disciplina como gobernante. Sus índices de aprobación alcanzaron algunas veces cifras de más del 80 por ciento.

El inicio de la “marea rosa” en América Latina data de 1999, cuando Hugo Chávez fue electo presidente en Venezuela, y se dice que México se mantuvo al margen de este fenómeno. Pero la ciudad de México es diferente: ha sido gobernada continuamente por el PRD desde 1997. Tiene la segunda población más grande de cualquier ciudad en las Américas, sólo por detrás de São Paulo, lo que la convierte en un laboratorio importante para probar nuevas políticas. Y el jefe de gobierno es usualmente el segundo político más influyente del país, bien posicionado para buscar la presidencia. Nada de esto se le escapó a AMLO quien, como alcalde, expandió significativamente los programas sociales. Dio tarjetas con transferencias mensuales de efectivo a ciudadanos de la tercera edad, madres solteras, desempleados y personas con discapacidades; construyó vivienda de interés social y escuelas, incluyendo una nueva universidad pública; y redujo los salarios de los servidores públicos de la ciudad. AMLO fue un alcalde exitoso, y de hecho estuvo muy alejado de ser un alcalde radical. Su gobierno se asoció con el hombre más rico de México, Carlos Slim, para la renovación del centro histórico de la ciudad. Asimismo, inauguró un nuevo servicio de transporte público, el Metrobús, usado más por la clase media que por los pobres. Su proyecto de infraestructura más importante fue una vía elevada que benefició a los propietarios de autos particulares.

Más aún, AMLO nunca ha sido realmente progresista en términos sociales. Habla con un lenguaje de renovación moral y reconciliación social que tiene fuertes ecos conservadores. Fue su sucesor, Marcelo Ebrard, quien descriminalizó el aborto y legalizó el matrimonio entre personas de mismo sexo en la Ciudad de México (mismo que siguió siendo ilegal en el resto del país). En 2001, después de que una muchedumbre linchó a un ladrón que había intentado robar una iglesia en una esquina rural de la Ciudad de México, AMLO minimizó el incidente diciendo que “con las tradiciones del pueblo, con sus creencias, vale más no meterse.”

Los años finales de su mandato estuvieron marcados por el escándalo. En 2004, videos transmitidos en televisión nacional mostraron a gente allegada a AMLO apostado en casinos de Las Vegas y recibiendo miles de dólares de sobornos en efectivo. AMLO atribuyó dichos ataques (como usualmente lo hace) a la “mafia en el poder” —una elite poderosa y cabalística que opera para proteger sus privilegios. El nombre de “mafia” captura ciertos aspectos francamente oligárquicos del sistema político mexicano y en este caso, además, había algo de verdad: tiempo después se reveló que los videos se hicieron públicos después de que uno de los empresarios corruptos involucrados recibió pagos de oponentes políticos de AMLO. Pero acusar siempre a la “mafia en el poder” también es una forma de desviar la atención de los problemas que efectivamente hay en el propio bando de AMLO.

En 2004, el gobierno de Vicente Fox revivió una vieja controversia legal sobre un terreno en un barrio de lujo, terreno que había sido expropiado por el predecesor de AMLO para construir la entrada a un hospital privado. Después de que el dueño del terreno promovió un juicio, un juez ordenó que se detuviera la construcción hasta que se arreglara definitivamente el asunto. En lo general, AMLO obedeció las órdenes del juez, pero la Procuraduría General de la República pidió al Congreso que lo removieran del cargo de jefe de gobierno. Las encuestas mostraron que la mayoría de los mexicanos estaban en desacuerdo con el desafuero y que lo veía como una maniobra políticamente motivada para impedir que AMLO estuviera en la boleta presidencial del 2006. Hubo varias protestas masivas, la más importante de las cuales congregó a casi un millón de personas en el Zócalo, la plaza central de la Ciudad de México. Al final, Fox despidió al Procurador y nombró a uno nuevo que echó para atrás el proceso. AMLO había sido removido de su puesto como jefe de gobierno de la Ciudad de México, pero tenía el camino libre para buscar la presidencia.

MORENA supporters, 2013–2016.

Muy pronto se convirtió en el favorito. Sus índices de aprobación como alcalde de la Ciudad de México habían sido consistentemente altos, y en enero de 2006, las encuestas le daban una ventaja de 9 puntos porcentuales sobre su rival más importante, Felipe Calderón, del PAN. Durante la campaña, AMLO cometió varios errores costosos – como decirle al presidente “¡Cállate, chachalaca!” faltar a un debate presidencial, y restarle importancia a las encuestas que mostraban que su ventaja se reducía. El PAN y sus aliados lo atacaron como una figura peligrosa que desestabilizaría la economía y se comportaría como Hugo Chávez.

La noche de la elección el resultado estaba tan apretado que fue imposible decir quién había ganado. Los números oficiales indicaron que AMLO perdió por un cuarto de millón de votos, cerca de medio punto porcentual de los votos emitidos. AMLO reclamó ser víctima de un fraude electoral y promovió una controversia legal pobremente argumentada que el Tribunal Electoral desestimó fácilmente. Pero sus simpatizantes se lanzaron a las calles, y AMLO mismo encabezó un masivo plantón de dos meses en la avenida más emblemática de la Ciudad de México, el Paseo de la Reforma. Al final, “nombró” a un gabinete alterno que no tenía poder alguno y se declaró a sí mismo el “presidente legítimo de México.” Su imagen pública se colapsó.

Tras los disputados resultados electorales de 2006, la presidencia de Felipe Calderón estuvo marcada por dos tendencias. La primera fue una militarización dramática y el aumento del conflicto con los cárteles de drogas y el crimen organizado. La cifra de muertos durante su periodo (121,000 homicidios) fue dieciocho veces el número de estadounidenses que murieron en las guerras de Iraq y Afganistán (6,800 muertes combinadas). Esta “guerra” hizo que el narcotráfico, la impunidad, y la violencia se convirtieran en los factores más importantes de la vida cotidiana en varias partes del país. La segunda tendencia fue un retroceso más callado, pero no por ello menos doloroso: desde 1996, la pobreza se había reducido constantemente, pero durante la administración de Calderón comenzó a crecer de nuevo. Para muchos mexicanos, la idea de que la democracia crearía un nuevo camino para salir de la pobreza no fue más que una ilusión.


AMLO decidió volver a ser candidato a presidente en 2012, haciendo a un lado a Marcelo Ebrard, su progresista sucesor en la ciudad de México. AMLO creció sostenidamente en las encuestas, del tercer lugar a cerca de 32 por ciento del voto. Pero no logró sobrepasar a Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI, un vacuo político de gran atractivo televisivo casado con una actriz de telenovelas. Ex gobernador del Estado de México (que rodea parcialmente a la Ciudad de México), Peña Nieto se había preparado para el puesto por años, con la esperanza de recuperar la posición tradicional del PRI y prometiendo, sobre todo, saber cómo hacer las cosas. Una expresión coloquial —entre broma y vera— resumía la razón de su atractivo: “que se vayan los pendejos y regresen los corruptos.” Era un rechazo al gobierno del PAN, pero también un rechazo al estilo de oposición intransigente que AMLO personificó después de su derrota en 2006.

La victoria de Peña Nieto —y la derrota de AMLO— produjo una crisis mayúscula en la izquierda. El PRD solía representar un logro verdaderamente histórico: un partido unido que trascendía décadas de fragmentación de la izquierda. Sin embargo, el PRD siempre fue una coalición problemática, con características tanto de un movimiento social como de un partido político. Después de su segunda derrota presidencial, AMLO decidió abandonar el PRD para iniciar lo que en 2014 se convertiría en un nuevo partido, MORENA (acrónimo de Movimiento de Regeneración Nacional). MORENA fue un vehículo para que AMLO afianzara su liderazgo personal y se liberara de las restricciones políticas y luchas intestinas que consumían al PRD. Pero el surgimiento de MORENA implicó que hubiera dos partidos de izquierda, compitiendo por los votos de un mismo sector del electorado.

Tan pronto como Peña Nieto se convirtió en presidente, anunció una ambiciosa agenda para “mover a México,” especialmente más allá del lento crecimiento económico de 2.2 por ciento que había promediado en la década anterior (2002–2012). La agenda incluía reformas liberalizadoras de los sectores energético, financiero, y de telecomunicaciones, la mayor parte de las cuales se llevaron a cabo a través del “Pacto por México” —una coalición legislativa que incluía al PRI, al PAN, y al PRD. AMLO se opuso a todas las reformas, pero no movilizó a sus bases para tratar de detenerlas.

Si los resultados de la agenda de Peña Nieto dejaron que desear al principio, pronto se volvieron desastrosos. Al Pacto por México de los primeros dos años del sexenio de Peña Nieto le siguieron crimen, decepción económica y múltiples escándalos de corrupción. La violencia ha sido impresionante: el surgimiento de nuevos grupos de autodefensas, la epidemia de ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, así como el suceso ampliamente conocido y todavía sin resolver de 43 estudiantes de Ayotzinapa, son sólo algunos ejemplos de ello. El año 2017 llegó a un máximo histórico en cuanto a homicidios, y el crecimiento económico sigue siendo débil. Es posible que el gobierno de Peña Nieto sea uno de los más corruptos en la historia del país. El presidente mismo estuvo involucrado en un caso en el que un contratista del gobierno construyó una mansión para la primera dama en el barrio residencial más exclusivo de la Ciudad de México. Pero este fue apenas uno en una inacabable serie de escándalos que involucraron a miembros del gabinete, líderes de partido, gobernadores, legisladores, alcaldes, todos implicados en esquemas pequeños y grandes de sobornos, lavado de dinero y desvío de recursos.

A pesar de los escándalos de corrupción que han afectado a algunos de sus colaboradores, AMLO ha trabajado muy duro para mantener una imagen de pureza y oposición moral contra este tipo de gobierno deshonesto. Él insiste una y otra vez, parafraseando un verso del poeta Salvador Díaz Mirón, en que “hay aves que cruzan el pantano y no se manchan… ¡mi plumaje es de esos!” En un anuncio criticó el lujo excesivo del nuevo avión presidencial de Peña Nieto diciendo que uno así “no lo tiene ni Obama,” asegurando que de llegar al poder en 2018 “lo vamos a vender.” La frase se volvió rápidamente un meme y generó numerosas variaciones y bromas en internet. La burla fue ligera, pero ayudó a transmitir el mensaje fundamental de AMLO de que “no puede haber gobierno rico con pueblo pobre.”


Por tanto, todos los partidos políticos importantes inician la campaña electoral de 2018 con cierto nivel de descrédito. Tras su derrota en 2012, el PAN atravesó un periodo de inestabilidad, cambio, y renovación de liderazgo que lo dejó en muchos sentidos irreconocible. El PRD, mientras tanto, tiene que habérselas con su debilitamiento y su condición cada vez más minoritaria. Con la salida de mucho de sus miembros, operadores, y activistas hacia MORENA, lo único que le queda es un ala moderada sin un amplia base social. La sorprendente respuesta del PRD y del PAN ha sido unir sus fuerzas y nombrar como candidato al líder nacional del PAN: una suerte de joven maravilla de 38 años llamado Ricardo Anaya, con un doctorado en ciencia política de la Universidad Nacional Autónoma de México y poca experiencia política. Anaya es conocido, sobre todo, por su notable habilidad para derrotar rivales, tanto dentro como fuera del PAN. Una de esos rivales, Margarita Zavala, la esposa del expresidente Calderón, y relativamente popular entre votantes panistas, dejó el partido, y tratará de contender como candidata independiente –una maniobra que con toda seguridad afectará a Anaya. Como candidato de una alianza de centro-izquierda y centro-derecha, tiene que actuar como un político centrista que, al mismo tiempo sea directo y audaz. Anaya será el candidato de la coalición de los moderados políticamente correctos, los que están enojados con el PRI y le tienen miedo a AMLO.

Dada la poca popularidad de Peña Nieto, el PRI tuvo que intentar con un candidato diferente, y nominó al ortodoxo tecnócrata José Antonio Meade, un abogado y economista con un doctorado en economía de Yale, que ha trabajado en las administraciones federales del PAN y del PRI. Pero a finales de febrero, con el fin de las precampañas, parece que algunos de los votantes duros del PRI están rechazando a Meade, quien se enorgullece en llamarse un “candidato ciudadano” —no un militante del partido—, y estos votantes están considerando optar por AMLO.

La difícil situación en la que se encuentran todos los demás partidos deja a AMLO como el claro líder. Sin importar si la gente lo quiere o le teme, AMLO tiene un fuerte posicionamiento nacional. Su reputación de austeridad personal representa un buen contraste con las cosas que los votantes desaprueban del presente gobierno. Cuenta con el apoyo de seguidores dedicados y entusiastas, que han estado organizándose por muchos años. MORENA está unificado en torno suyo de una manera en la que los otros partidos, o alianzas, no están ni pueden estarlo con sus candidatos. Un sólido tercio del padrón electoral lo favoreció anteriormente —oficialmente ganó 35.3 por ciento del voto en 2006, y 31.6 por ciento en 2012. Las encuestas de mediados de febrero mostraron que AMLO contaba con niveles similares o incluso mayores de apoyo durante el periodo de precampañas de 2018, estando 8 a 10 puntos por encima de Anaya, su rival más cercano de un total de cinco candidatos.

Sin embargo, y como un partido relativamente nuevo, MORENA carece de muchas de las ventajas que tienen los otros partidos. A pesar de haber ganado bastante terreno frente al PRD, MORENA no tiene ninguna gubernatura todavía; en las elecciones nacionales de 2015, fue el cuarto partido en términos de votos (8 por ciento) y el quinto más grande en términos de representantes en la Cámara de Diputados, similar a la Cámara de Representantes de Estados Unidos (35 de 500); y necesita conseguir avances significativos en las regiones centrales y norteñas del país, donde la izquierda nunca ha sido fuerte.

Crecer más allá de su base y encontrar un camino a la victoria sigue siendo el reto de AMLO. Está tratando de formar una coalición amplia. Aparentemente, tras reconocer la necesidad de ganar votos del electorado conservador, AMLO está participando no solo como candidato de MORENA sino del Partido Encuentro Social (PES), un partido evangélico de extrema-derecha que puede añadir uno o dos puntos porcentuales a su favor. La agenda del PES choca de frente con las credenciales de izquierda de AMLO —aunque no necesariamente con sus creencias personales ni las de sus seguidores. En dos años de activismo en las calles en la ciudad de México, Sebastián Ramírez, un integrante de MORENA, nos contó que sólo una vez le han dicho “Yo antes votaba por Andrés Manuel, pero ustedes están ahora en contra del aborto.” Es mucho más común encontrar a alguien que saque su Biblia y muestre una foto de AMLO guardada adentro, confesando que rezan por él. Esta clase de revelación política ha llevado a que los miembros de MORENA se den cuenta de lo que Ramírez llama un “gran proceso de aprendizaje al interior del lopezobradorismo.”

“Nosotros no tenemos un aparato ideológico…sino ciertos principios, en dónde hay la expectativa de poder articular a grandes sectores de la sociedad.” Donde algunos ven oportunismo, Ramírez ve “una mirada más democrática de la izquierda, porque te libera del dogmatismo ideológico.” Continúa: “Estamos en una situación excepcional, que es nuestra mejor posibilidad de ganar la presidencia. Eso contiene mucho, eso te hace a veces aceptar muchas cosas a actualizarnos y a alinear nuestra estrategia para alcanzar a todos nuestros votantes potenciales.”

A pesar de la alianza “antinatural” entre MORENA y el PES, es probable que la mayor parte de los votantes socialmente progresistas, muchos de los cuales radican en la Ciudad de México, voten por AMLO. Estos votantes no tienen otra opción, dado que los demás candidatos son socialmente conservadores también. Más aún, MORENA es la oposición más creíble a lo que los lopezobradoristas llaman el PRIAN, la amalgama de PRI y PAN que AMLO ha fustigado desde hace dieciocho años. Desde que México se convirtió en una democracia, tanto el PAN como el PRI han ocupado la presidencia. La opción más viable para aquellos votantes que quieren un cambio —incluso si están en desacuerdo con aspectos particulares de su estilo o su agenda— es AMLO.


Sus fortalezas más grandes son su persistencia y su popularidad. AMLO ha identificado correctamente los mayores males que han afectado a México por largo tiempo: corrupción rampante, pobreza extrema, captura regulatoria, y dispendio de los recursos públicos. Sin embargo, incluso si sus diagnósticos están en lo cierto, sus soluciones carecen de perspectiva institucional y especificidad en términos de política pública. Su movimiento es víctima de la teoría del gran hombre en la historia, en la que se supone que el cambio de líderes logra, por sí mismo, cambiar el estado de cosas. En este aspecto, a veces parece que la propuesta más importante de AMLO es AMLO mismo.

El primer borrador del programa de MORENA, que fue divulgado en noviembre de 2017, ofrece muy pocas seguridades para mitigar esta preocupación. Aunque la política social en contra de la pobreza fue el fuerte de AMLO como jefe de gobierno de la Ciudad de México, la plataforma de MORENA es un desordenado documento de 415 páginas sin un claro sentido de prioridades, con algunas propuestas interesantes sobre salarios, desarrollo, y servicios de salud pública; algunas flagrantes contradicciones en torno a seguridad interna, justicia, y política energética; y que casi no menciona los derechos de las mujeres, la discriminación en contra de las minorías, o la red de seguridad social. Ante la pregunta de por qué la plataforma de MORENA se encontraba en tal estado, Alfonso Romo, un hombre de negocios y empresario agro-industrial de la norteña ciudad de Monterrey, antes partidario de Fox y que ahora se ha vuelto muy cercano a AMLO, contestó que si bien algunas ideas no tenían sentido fueron incorporadas de todos modos porque el equipo que elaboró la plataforma quería que todos se sintieran incluidos.

En el mismo sentido, AMLO ha abierto su movimiento a un grupo de personas de lo más diverso: líderes de negocios, celebridades menores, una estrella de fútbol devenido político, antiguos priístas, panistas y muchos perredistas, algunos con reputaciones muy cuestionables. A mediados de diciembre, presentó una especie de gabinete preliminar. El gabinete tenía de todo: una antigua ministra de la Suprema Corte de Justicia bien conocida por sus posiciones progresistas; un par de figuras muy amigables para el sector privado; una historiadora económica educada en Harvard especializada en política industrial; dos hijos de lopezobradoristas leales de vieja cepa; y un distinguido profesor de economía que fungió como ministro de finanzas de la Ciudad de México durante la primera mitad de la gestión de AMLO como jefe de gobierno. En el pasado, algunos de los miembros de su gabinete han defendido públicamente posturas contrarias a las de AMLO. Pero ello no parece tener importancia. “Todos merecen una nueva oportunidad,” dice orgullosamente.

Esto genera una situación muy distinta a la descrita por aquellos que se esfuerzan por usar analogías con otras figuras políticas —de México, o del extranjero, del pasado o del presente. Sin importar cuánto quiera un gobierno de MORENA emular al viejo gobierno nacionalista de izquierda de Lázaro Cárdenas, por ejemplo, sería difícil replicar tal modelo en condiciones que no son posrevolucionarias, en un ambiente político tan fragmentado, o con una economía tan compleja e integrada como la del México contemporáneo. Incluso si a AMLO le va bien en la elección, parece improbable que consiga una mayoría fuerte en el Congreso, o que tenga suficientes aliados en los niveles estatal y local para construir algo similar al mítico Leviatán cardenista. Los difíciles compromisos de la política de coaliciones serán inevitables. De la misma forma, aquellos que temen a un Hugo Chávez mexicano deberían reconocer que la administración de AMLO como jefe de gobierno fue todo menos bolivariana, que no es ni un outsider ni un ideólogo, y que viene del mundo de la política civil, no de las fuerzas armadas. La fortaleza de su movimiento y la extensión de su apoyo popular palidecen frente a los del Chavismo, y la fragilidad de las finanzas públicas mexicanas, incluido el bajo precio del petróleo, hacen que tal posibilidad sea aún más remota.

Si es improbable que los detractores de AMLO vean materializados sus peores miedos, sus simpatizantes seguramente también terminarán decepcionados. Si AMLO no es Hugo Chávez, encontrará igualmente difícil emular a Lula en Brasil, quien aprovechó los precios altos de las commodities brasileñas en los mercados internacionales y tuvo un profundo apoyo popular durante su presidencia. Incluso si tiene un buen desempeño, AMLO se confrontará con una multitud de fuerzas poderosas y apanicadas, decididas a boicotear su administración desde el primer día. Al mismo tiempo, los progresistas sociales han recibido varias señales de que su agenda de derechos y diversidad no es una prioridad para AMLO. Los progresistas económicos que están preocupados por la desigualdad encontrarán que la capacidad actual del estado mexicano para implementar y sostener esfuerzos redistributivos significativos es bastante limitada, y que mejorar tal capacidad requerirá reformas hercúleas e improbables. AMLO ha prometido no subir impuestos, sino buscar ahorro en el gasto público luchando contra la corrupción. Tan importante como puede ser el combate a la corrupción, eso no va a ser suficiente, particularmente sin una estrategia clara de política pública orientada a producir resultados tangibles y duraderos. Los progresistas políticos, por su parte, tendrán que lidiar con el hecho de que, al conformar su coalición para la elección de 2018, AMLO ha tendido hacia metas más conciliatorias que transformativas.

Los críticos de AMLO lo retratan como un peligro para la democracia mexicana, y es verdad que su estilo personal de liderazgo pueda poner a prueba la fortaleza de sus instituciones. Pero en esta elección lo mismo podría decirse de cualquier otro candidato. La victoria de AMLO, por lo demás, sería un testimonio de normalidad democrática: es el candidato de oposición más fuerte confrontando a una administración profundamente impopular. La verdadera cuestión, quizás, es que los problemas más grandes de México —desigualdad masiva acompañada de crimen y violencia devastadores— no pueden ser resueltos por su sistema político. En esto, México no esta solo. Esta situación es una cara más del gran problema de nuestro tiempo: las presiones oligárquicas desplazan a las demandas democráticas. El eslogan de MORENA es “La esperanza de México,” y los mexicanos se han ganado esta esperanza a pulso. Pero, ¿qué sigue después de la esperanza?


Carlos Bravo Regidor (@carlosbravoreg) es profesor asociado y coordinador del programa de periodismo en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) en la Ciudad de México.

Patrick Iber (@patrickiber) es profesor de historia en la Universidad de Wisconsin en Madison. Es autor de Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America (Harvard University Press, 2015).

Manuel A. Bautista González (@econobitch) es candidato al doctorado en Historia de Estados Unidos en la Universidad de Columbia en Nueva York.

* La traducción ha sido ligeramente editada por los autores.


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